Ficha n°106

Sermón


Título: Sermón en el viernes 1º de Cuaresma.
Ubicación: AGCA. A1.11.47, Leg. 6071, Exp. 54675.
Fecha: 1802.
Transcripción completa: «Sermón en el viernes 1º de Cuaresma, 1802.
Diligite inimicos vestros.

M. P. S. Cuanto es agradable la sociedad entre los hombres, tanto es más detestable el odio que la destruye y mina por sus aumentos. El trato nos da a conocer, la suavidad nos acerca, el amor nos une, la paz conserva y estrecha esta unión.
Seríamos felices, tal cual lo podemos ser, si atentos en la guarda de este bien supiésemos dar vado y corte a sentimientos y quejas recíprocas inevitables en la vida humana, si en tiempo cerracemos, con nuestra caridad, las puertas de la ira, de esta pasión triste y melancólica oficina, en que el recuerdo agitado de agravios ya reales, ya imaginados, entromete al corazón la amargura, difunde en el alma una opinión pésima, y por último revienta en esta peste terrible del odio, que infesta cuanto toca son sus desaforados procedimientos con su arrebatado calor, con la precipitación de sus juicios. Cubriéndonos cual noche lóbrega, su atmósfera inquieta no deja lugar a los vislumbres de la razón, guía única para nuestros aciertos.
Por eso, el legislador eterno tratando de secar este lodazal mortífero del odio ha ensanchado de propósito la fuente de la caridad: amada, dice, a vuestros enemigos; haced bien a los que os persiguen, rogad por los que os calumnian. Si vuestro amor cubriendo sus defectos, disculpando sus yerros, disimulando sus ofensas, sofoca y ahoga en su origen el odio, la actividad de este veneno, que quitándonos la vida del espíritu siembra la muerte y el horror entre nuestros hermanos. Estos dos efectos suyos dividirán este discurso, llamando la atención de un auditorio que al título de cristiano, enlaza el de magistrado supremo, títulos uno y otro que reclaman su caudal para el desempeño de sus funciones.
Hijos de un padre celestial somos naturalmente hermanos: hermandad es unión, y así la primera ley que nos gobierna no podía ser otra que el amor, resorte único que realiza aquella, lazo dulce que la vincula. Su punto de apoyo o primer eslabón de esta cadena es aquel padre universal, de quien, junto con el ser, hemos recibido iguales prerrogativas, y unos mismos derechos. Toda nuestra diferencia la califican aleves accidentes, que ni influyen en el todo de la substancia, ni varían el orden general de su admirable providencia. A cualesquiera distancia que nos miremos colocados, se nos presenta el criador, igualmente cercano, y reclama con la misma fuerza el amor que le debemos, por el amor que nos dispensa.
Este amor de parte nuestra es un puro reconocimiento de su bondad, y un afecto de preferencia. No puede extenderse a otra cosa, porque qué puede ofrecer o retribuir la criatura al criador? Amadlo, dice su ley, sobre todas las cosas, sobre vosotros mismos, pero haced visible entre vosotros este amor, con obras que lo acrediten, imitando su bondad. He aquí el gran mandato, he aquí toda la ley; breve código, pero sobrado para establecer el orden en el mundo moral; amaos, decía San Juan a sus discípulos, amaos repetía por toda instrucción, es el precepto del Señor, y su observancia os basta. Dios quiere que proveis su amor, por el que dispenseis a vuestros hermanos.
En efecto, sin este amor negamos nuestra procedencia, desmentimos nuestra filiación celestial, desconocemos a Jesús, reprobamos su doctrina e inutilizamos sus ejemplos. El que no ama está muerto; la vida del espíritu es el amor, porque Dios es la misma caridad; ésta nos ha hecho hijos suyos; por ella somos y nos [folio 2] nombramos tales, y mediante ella herederos de su Reino, coherederos de Jesús. Por lo que dice bien San Juan, que sin ella perdemos estos gloriosos títulos, revistiéndonos, en cambio, con el de hijos de Satanás, de la muerte, de las tinieblas.
Nada hay según estos principios, que justifique la rotura de esta cadena, que nos une estrechamente con Dios, enlazándonos con todos los hombres. No la persecución, no la enemistad, no la calumnia, porque el evangelio nos manda a ser superiores a todas sus sujeciones y alarmas, si es que queremos conservarnos hijos de aquel Padre Celestial, que sin distinción, ni diferencia, hace nacer el sol de su justicia sobre buenos y malos, y derrama la lluvia de su bondad sobre justos y pecadores.
La misma espada, dice San Pablo, el yerro, la tribulación, la angustia, el hambre, ni otro algún peligro debe tener fuerza contra los que, unidos con Cristo, han de vencer todos los obstáculos que se oponen a su amor. Amoldados en su caridad infinita, educados en la escuela de su cruz, nos es indispensable caminar a rostro firme, derramando beneficencia, amando sin fingimiento, anticipandonos con un afecto cordial, sincero, unos a otros, en las señales de honor, de solicitud fraternal, de socorros mutuos, no retornando nunca el mal por el mal, y sí dispensando siempre el bien a presencia de Dios y de los hombres.
Amor verdaderamente sublime, y de que sólo podía hacernos capaces la gracia del Redentor; pero amor, que mediante ésta se ha convertido para nosotros en una deuda tan singular, grandiosa, que se queda debiendo aún cuando se paga, y se debe en todo tiempo y lugar a amigos y enemigos, a grandes y pequeños, a domésticos y a extraños, perdonando a unos, socorriendo a otros, disimulando flaquezas, cubriendo defectos.
Deuda inmensa, en cuya solución no sufre el redentor, ni demora, ni negativa; tan urgente que quiere antes ver interrumpido su culto, desiertos sus altares, que mirarnos al pie de ellos insolventes. Si estando al pie mismo del altar, dice, te acordares que tu hermano tiene alguna queja contra tí, apartate al momento, retira tu ofrenda, abandona el sacrificio y vete a reconciliar con él. Si es tu enemigo, añade San Pablo, perdónalo, si le hallas con hambre, dale de comer, socórrelo en su necesidad. Sin esto no podrás nunca comunicar de la gracia y santificación de un Dios Hombre, que supo y nos enseñó a morir por sus mismos perseguidores.
Según la extensión de esta ley, ya veis, que no queda lugar, ni gusto alguno, para el odio. El cristiano podrá aborrecer, porque puede pervertirse, pero si aborrece ya no ama, si no ama está sin vida, desmiente el espíritu que lo santifica, y la justicia no mora en él, la luz lo desampara, y quedando a oscuras, no sabe a dónde va, ni de dónde viene y es forzoso que tropiece con la muerte.
Situación lastimosa, señores, que cerrando como con un cerrojo de hierro las avenidas de la luz hace impracticable su salida, dejándonos a solas y envueltos en el remolino de la iracundia del furor y de la venganza. ¡Ah! cómo evitaremos el ser injustos en nuestros procedimientos, cuando apenas nos basta toda la luz natural y divina nos prometeremos el acierto sin ella? o jueces o magistrados supremos! Podréis juzgar la tierra o sostener el reino de la paz con vuestra justicia, si el odio, si esta pasión desaforada y atrevida llegase a tomar dominio sobre nuestros corazones? Qué vendría a ser este Santuario de la concordia, este asilo de la paz, donde se acoge el pobre contra la violencia del poderoso, donde la horfandad y viudez vienen a descansar de las fatigas con que les oprimen despiadados acreedores, [folio 3] o con que les insultan el hierro homicida o la fuerza armada del ladrón maligno, del astuto usurero, del publicano impío?
¡Oh Santo, oh tribunal Supremo de la justicia! te considero libre y aún inaccesible a los asaltos de esta pasión tenebrosa, con todo no puedo menos de estremecerme en sólo meditar a lo lejos el peligro! Si el riesgo sólo me obliga a suspirar continuamente por ver colocada, aquí como en su trono, la caridad del evangelio dominando como señora, consolando como madre, abriendo su seno de suavidad y dulzura a todos los que reclaman su justicia.
No concibe interés en el ejercicio de esta virtud, si a sus ministros no los miro llenos de amor hacia sus semejantes, y armados del único odio santo que es el que condena y castiga los vicios. Saltando esta barrera veo al cantil del precipicio, la hermosura de esta justicia.
Obra de la caridad y dictamen ajustado de la razón, no entiendo nunca que puede administrarse entre los arrebatos de una pasión loca y temeraria. El Apóstol tiraba a prevenirla cuando decía: no permitáis que el sol se ponga jamás sobre vuestra cólera, no sea que recalentada con el sueño de la noche se exalte y apodere de vuestro corazón, reventando después en un odio consumado. Mientras el sol alumbra, añade el Crisóstomo, divertido el ánimo en otras cosas, no se ceba con el pensamiento de la injuria, pero la oscuridad, el silencio de la noche recuerdan, renuevan mil imágenes sensibles que dejan siempre ulcerado el corazón; cómo harás justicia a tu hermano, prevenido de un odio cuyo único placer es la satisfacción y la venganza!
El odio no conoce la luz y ama sólo las tinieblas. San Juan ha dicho que la razón huye como asustada del que aborrece, dejándole a oscuras, en tinieblas, sin guía, y andando a tientas ¿qué paso puede darse, que no sea un desacierto? Para no errar en el delicadísimo camino de la justicia, apenas bastan la meditación del día y las vigilias de la noche, ¿cuánto estudio para romper las marañas de la iniquidad, descubrir la certidumbre de los hechos, la sinceridad y buena fe de los alegatos, las intrigas del litigante, la rabulería y enredo de las manos intermediarias? El poder, la fortuna, el crédito, la astucia y corrupción, no hay resorte que no le haga jugar para cubrir la maldad y abrumar con sus dilaciones la justicia del oprimido. ¡Ah, cómo podría hacerla valer sobre tantos obstáculos un magistrado ciego, en tinieblas, incapaz por su odio, de manejar esta espada luminosa!
No era nada con todo que el odio cegase nuestra razón, sino pervertiese nuestra voluntad. El que aborrece, añade San Juan, es homicida, que no contento con haberlo sido de su alma, trata de serlo en la fortuna y vida de su hermano, en cuyas desgracias fija toda su satisfacción y consuelo. Refrescando la memoria de las injurias, recalienta su imaginación con el sentimiento y la pena, y no hallando otro medio de aquietar su desasosiego, que en la venganza espía los momentos de lograrla, homicida habitual, cómo podrá ser justo en sus procedimientos?
No lo dudemos, nada hay que tanto conturbe nuestro espíritu y ahogue la razón, como el odio. Conturbado aquel, ofuscada ésta en las exhalaciones de la iracundia, no es el hombre dueño de sí mismo. Todo es en el arrebato, furor y precipitación, y si los efectos son siempre como las causas, ¿quién ha de prometerse cordura y acierto de un hombre que anda a tientas, agitado y furioso? La luz, la sabiduría son obra [folio 4] de una meditación fría y pausada, jamás salió una chispa suya del fuego de las pasiones, en especial de la del odio, que es la más irracional de todas.
Embriaga éste de tal modo nuestra alma que no la permite ver, sino por la tupida lente de su desafuero, de ahí aquella diferencia inmensa entre el proceder suyo y el de la caridad; perdona ésta, disimula, disminuye, cubre nuestros pecados; aumenta, acrimina, realza aquel nuestros más leves defectos. Siempre suave y benigno, el amor estrecha entre sus brazos al hermano mismo, a quien castiga y reprende. Sanguinario, criminal, implacable el otro, insulta y atropella la miseria del infeliz que cae en sus manos, ve aquella junto con los crímenes, los motivos que minoran la culpa; halla éste, delitos aún en la misma virtud.
¡Oh Jueces, oh Magistrados! Sois hombres y vuestro ministerio os requiere dioses. Dioses de carne, pero llenos de luz, de sabiduría y de santificación. Manejáis la espada de la justicia, que es la espada del omnipotente, y en éste la diirige, la templa su eterna caridad. Templarla, pues vosotros, en esta oficina santa; no permitáis que ensangrienten sus filos los furores del odio. Cualesquiera otra pasión puede disimularse en vuestro ejercicio, el odio os inhabilita. Lejos, lejos de aquí este fuego devorador, imprudente, insaciable, cruel, inhumano, quisiera veros derramar lágrimas sobre el delincuente mismo, que destináis víctima de su delito, llenos de un odio santo contra el crimen, y de caridad hacia el delincuente. Amad a vuestros hermanos, aborreced la iniquidad, para que mostrandoos hijos de Dios, os hagáis dignos de la herencia, que es la gloria. Amén.».
Autor: Rodolfo HERNANDEZ MENDEZ .