Ficha n° 2002

Creada: 11 agosto 2008
Editada: 11 agosto 2008
Modificada: 13 agosto 2008

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Autor de la ficha:

Sajid Alfredo HERRERA

Publicado en:

ISSN 1954-3891

Una religiosidad cuestionada. Los liberales frente a la Iglesia salvadoreña (1880-1885).

En las últimas décadas del siglo XIX, la Iglesia católica salvadoreña experimentó un recorte considerable a muchas de las atribuciones hasta ese momento desempeñadas por ella como la educación o la administración de los cementerios. En comparación con sus vecinas (México o Guatemala), la Iglesia salvadoreña careció de una importancia económica. Sin embargo, aquí como en otras partes, ella desempeñó una función nada desdeñable en el plano de la cultura y de la influencia en la conciencia de sus fieles. En ese sentido, las críticas de los reformadores liberales anticorporativos se enfilaron no sólo a cuestionar la injerencia de la corporación eclesiástica en los asuntos civiles, sino también en las conciencias y vida de los individuos a través de sacramentos como el matrimonio y la confesión. Frente a ello, los liberales salvadoreños (muchos de ellos pertenecientes a la francmasonería) propusieron nuevas formas de entender la religiosidad. Apelando a un discurso laico, algunos publicistas e intelectuales que escribieron en periódicos como La República, La Discusión o El Cometa, defendieron una religiosidad seglar basada en el trabajo, en los nuevos valores educativos implícitos en la formación republicana o en las fiestas cívicas. Partiendo, entonces, de fuentes impresas del siglo XIX que hasta ahora no han sido trabajadas, este ensayo pretenderá mostrar tales cuestionamientos como parte de la nueva forma de entender la religiosidad por parte de muchos liberales. ¿Acaso se trataba de una faceta de la “religiosidad de la modernidad”?.
Autor(es):
Sajid Alfredo Herrera Mena
Lugar de Publicación:
El Salvador
Fecha:
Agosto de 2008
Texto íntegral:

1En el periódico salvadoreño La República, con fecha 30 de septiembre de 1885, apareció un artículo titulado “El liberalismo”, firmado por “El Tradicionalista”. En él su autor expresaba no sólo sus desavenencias con dicha “secta”, sino también criticaba sus oscuras intenciones. El liberalismo obra en todo el mundo, sostenía, bajo una dirección superior que se encuentra en las “sombras del misterio”. La constatación de su universalidad partía del hecho de que en todas partes los liberales promovían las mismas ideas y principios.

2Comentaba que los liberales poseían una organización mundial jerarquizada cuyo deseo era apoderarse de los gobiernos “o siquiera de uno de sus ramos o de algunos puestos que sirvan de escala para avanzar después á mayor poder”. Cada afiliado que se hallase en un puesto público buscaría promover a un “hermano” de su “logia”; además, cuando conviniera, se pondrán al servicio de los reyes y las repúblicas. Para “El Tradicionalista” los liberales creían que

3“de todas las creencias que estorban el progreso, la católica es la más poderosa por los bienes que ha hecho y que hace; por su organización, por la lógica de sus dogmas y enseñanzas, por la ley de caridad que la rige, por su unidad, por su antigüedad y por la sabiduría (...). Destruir al catolicismo, será redimir á la humanidad (...) extinguiendo las órdenes religiosas que son sus ejércitos…”.

4Finalizaba el artículo criticando las aspiraciones liberales de divinizar a los hombres. “Que la razón es Dios, es poco más ó menos lo mismo que decía la serpiente: Comed de la fruta prohibida y seréis como Dios”. El liberalismo, entonces, invitaba a cumplir la siguiente afirmación peligrosa: “renunciad á la fe, creednos, y seréis como Dios1”.

5 La postura de “El Tradicionalista” es tan solo un pequeño ejemplo de las críticas hechas, con mayor o menor grado de fundamento, por los miembros de la Iglesia católica salvadoreña (jerarquía eclesiástica, religiosos, asociaciones laicas, periódicos, fieles) a los intelectuales de las reformas modernizadoras de fines del siglo XIX como Rafael Reyes, Antonio J. Castro, entre otros. Durante las constituyentes de 1880, 1883, 1885 y 1886 el debate se volvió intenso debido a las medidas radicales adoptadas por los diputados liberales. Aunque algunas de ellas ya tenían un antecedente en las constituciones de 1841 y 1871-1872 (libertad de cultos y prohibición a los eclesiásticos a participar en la vida política del país), medidas como la secularización de la enseñanza o el destierro de la invocación a Dios al inicio de la Carta magna se tornaron en puntos que volvieron a afectar sensiblemente los intereses de la Iglesia. Por lo que esta corporación no escatimó esfuerzos para resistir, fundamentalmente a través de sus órganos periodísticos, al proceso de secularización inherente a las denominadas reformas liberales de fines del siglo XIX. Los intelectuales y los políticos liberales, muchos de ellos pertenecientes a la masonería2, creyeron que la Iglesia salvadoreña era un obstáculo, una fuerza reaccionaria y fanática, que impedía la realización del proyecto de modernidad.

6 Probablemente la coincidencia más notoria de los anticlericales con los liberales católicos era la creencia en el sistema republicano-democrático. Sin embargo, estos últimos creían que dicho sistema debía construirse a partir de valores religiosos; en cambio, los primeros argumentaban que era la educación laica la que perfilaría verdaderamente al pueblo soberano al formar ciudadanos libres, iguales y racionales3. La disputa entre los intelectuales de unos y otros se llevó a cabo en el mejor escenario que el siglo XIX pudiera proporcionar: las publicaciones periódicas. Seguramente ante un reducido número de lectores en todo el país, debido a la escasa cobertura de la enseñanza primaria, los debates periodísticos cimentaron no sólo una opinión pública ciudadana sino también la formación de sociabilidades modernas (clubes, partidos, logias, asociaciones). Algunos periódicos liberales anticlericales como La República o El Pabellón salvadoreño trataron de ser coherentes con el “reino de la opinión pública” que intentaban cimentar en el país, pues a pesar de sus líneas editoriales publicaron en ocasiones notas o artículos contrarios a sus ideas, similar como al que da inicio a este ensayo4.

7 El así entendido “poder reaccionario” de la Iglesia no fue enjuiciado por los reformadores liberales únicamente desde la perspectiva económica. Dicho de otra forma, no sólo se objetó a los bienes y privilegios de la corporación eclesiástica. Los reformadores liberales comprendieron los alcances de su poder psicológico, cultural e intelectual sobre la población. Y dicha fuerza fue también blanco de los ataques argumentativos. Podríamos decir, utilizando la expresión de Max Weber, que para los liberales anticlericales la Iglesia era una institución de “dominación hierocrática”. Construyó la “coacción psíquica, concediendo y rehusando bienes de salvación5”. La moral extensiva al cuerpo social, los sacramentos como el matrimonio y la confesión o las manifestaciones de fe a través de actos públicos se constituyeron en objetos de críticas, muchas de ellas sarcásticas, por la superstición, el fanatismo, el control excesivo de la conciencia individual o por oponerse al progreso del país.

8 Este último aspecto era esencial. Para muchos liberales la religiosidad practicada durante el siglo XIX, entendiéndola como un acto privado, no era problemática en términos socio-políticos, aunque, para sus gustos, fuese considerada poco “civilizada”. El punto estaba más bien en el impacto negativo que ella ejercía para alcanzar el progreso nacional. El que hubiese rezos en las plazas públicas no les generaba mayores exabruptos; igualmente, el que cada vez hubiese un número creciente de creyentes, a no ser que ambos hechos implicaran o bien menos brazos para las actividades laborales o una pérdida de legitimidad del poder civil en comparación con el poder papal. Si se tomase sin ninguna crítica el argumento de “El Tradicionalista” podríamos pensar que el liberalismo anticlerical pretendió finiquitar todo vínculo de los individuos con el ámbito de lo sacro. Es más, su propuesta de laicidad secundaría esta idea. Pero no fue así. Las reformas o bien buscaron construir una “religión cívica” o bien consideraron la relación con lo sagrado a partir de prácticas cotidianas como el trabajo.

9 Hasta el momento los estudios sobre la Iglesia o sobre el reformismo liberal tardo-decimonónico nos han mostrado las críticas de los anticlericales a la religiosidad católica. Además, nos han señalado la construcción de una narrativa cívica – con sus héroes y fiestas – como alternativa laica a las expresiones católicas6. El presente ensayo quiere insistir en este punto pero utilizando fuentes hasta ahora no revisadas: artículos y editoriales de periódicos y revistas. Una parte considerable de esas fuentes fueron publicadas entre 1881 y 1885, años en los que se consolidó la separación constitucional del poder civil con respecto al religioso. Además, el ensayo buscará analizar las críticas de los liberales anticlericales desde una perspectiva distinta. Procurará verlas no sólo como meras oposiciones a la “dominación hierocrática” de la Iglesia, sino también como parte de una forma de religiosidad alternativa, es decir, como una construcción de significados y sentidos sobre Dios, lo sagrado, los hombres o la oración7.

10Para mostrar lo anterior, el ensayo estará dividido en tres partes. En la primera se examinarán las críticas anticlericales a algunas creencias y prácticas católicas, específicamente las hechas en contra de los sacramentos del matrimonio y la confesión. Nos daremos cuenta allí y en todo el ensayo que el cuestionamiento fue más allá de los formalismos litúrgicos pues también se criticó el olvido de la Iglesia de sus raíces evangélicas. En segundo lugar, se mostrará la apuesta de los liberales tardo-decimonónicos por una religiosidad laica que giraba alrededor del trabajo. Sin embargo, además de legitimar un sistema económico más eficaz, esta religiosidad buscó beneficiar a un sector con fines políticos específicos. Finalmente, observaremos el papel que se le asignó a la educación no religiosa y al centralismo de las fiestas cívicas frente a las religiosas en la construcción de la nueva comunidad política. Nos preguntaremos sobre las dificultades de esta empresa debido a factores como lo arraigado de la piedad popular o la escasa cobertura de escuelas en todo el país.

Contra algunos sacramentos

11 Las fricciones entre las autoridades gubernamentales y la Iglesia venían suscitándose desde la década de 1870 cuando comenzó una evidente separación constitucional entre el poder civil y religioso. Quizás la revuelta ocurrida en San Miguel en junio de 1875 puso al descubierto de manera sangrienta la insatisfacción de aquella corporación por las resoluciones gubernamentales. Varios clérigos salieron señalados como los principales incitadores de los disturbios: los hermanos Palacios y el obispo coadjutor de San Salvador, José Luis Cárcamo y Rodríguez. El Diario oficial, en diversos números y un mes después de la revuelta, inició una campaña de información en torno al espíritu de las leyes. Las resoluciones a las que el Legislativo y Ejecutivo habían llegado no eran novedosas ni trastornadoras del orden social, acotaban los editoriales oficialistas. Más bien, eran antiguas – algunas databan desde la época colonial -; por lo que no comprendían las razones de la resistencia sangrienta por parte de muchos miembros de la Iglesia.

12Así, argüían los editorialistas, la ley de los cementerios estaba basada en normativas anteriores como el reglamento de 1849, la orden de 1829 y la ley de 1826 que ordenaban la sepultura afuera de las parroquias. La oposición de la Iglesia a la secularización de los cementerios se debía, a su juicio, a motivaciones económicas, es decir, por el temor de perder las rentas procedentes de las sepulturas. Igual sucedió con el Patronato, las órdenes monásticas, los fueros y vinculaciones eclesiásticas, entre otros aspectos sensibles. Comentaban que el Patronato era “inherente á la soberanía nacional” y, por lo mismo, correspondía su ejercicio al Ejecutivo. Nada de ello era nuevo. Las constituciones de 1872, 1871, 1864 y la ley federal de 1831 así lo estipularon. Sobre la existencia en el país de comunidades religiosas, sostenían que las leyes no las reconocían y si llegase a establecerse alguna se disolvería quedando sus bienes a disposición de la Nación. Ello tampoco era nuevo: así lo manifestó en su momento el congreso federal en 1829, la legislatura estatal en 1830. “Todos los canonistas convienen en que los gobiernos son completamente libres para admitir ó no comunidades religiosas en sus respectivos países8”.

13 El 19 de marzo de 1881 el obispo de San Salvador, José Luis Cárcamo y Rodríguez, había emitido una instrucción pastoral sobre el matrimonio con el objetivo de advertir, ante todo, que el enlace entre el hombre y la mujer era un sacramento. La publicación eclesiástica tenía sus fuertes motivaciones. Un mes antes el gobierno había legislado a favor del matrimonio civil. Periódicos liberales como El Cometa no escondieron su entusiasmo por la medida gubernamental ni tampoco se resistieron a publicar la noticia del primer matrimonio civil celebrado en el país. En junio de 1881, una pequeña nota informaba que el último día de mayo habían contraído la primera unión legal en la capital el artesano Gervasio Tejada y Mercedes Figueroa. Acudieron al acto autoridades como el ministro de Hacienda, Pedro Meléndez, el subsecretario de instrucción pública, el Señor Castro y otras personalidades “mostrándose todos complacidas, por ver en aquel hecho el cumplimiento de la ley civil, que todos debemos acatar y obedecer9 ”.
En ese mismo periódico un artículo firmado por “A.G.C” quiso contradecir el espíritu de la pastoral de Cárcamo y Rodríguez. El articulista afirmaba que respetaba al obispo y a los dictámenes de los concilios; pero emitiría una opinión ciudadana, partiendo del goce de sus derechos de libertad de expresión, con el fin de advertir a los salvadoreños sobre la forma “conminatoria” como se refería el obispo en su carta. Argumentaba que la iglesia debía encargarse de los negocios espirituales, no de los negocios temporales. De eso se encargaba la autoridad civil. Era denunciable entonces la intromisión de la Iglesia en los asuntos que no le concernían.

14La carta del obispo, siguiendo la autorización del Papa, enseñaba a los fieles a que después de haber contraído el matrimonio religioso podían contraer el secular, cuando ellos hicieran uso de sus derechos civiles. El problema de la posición eclesiástica era, para el articulista, que si por diferentes razones la pareja no había contraído el matrimonio civil y tenían hijos, éstos serían “ilegítimos” y por ende no disfrutarían del fruto del trabajo de su padre. Al morir éste, su prole quedaría en la miseria. En cambio, la legislación nacional vigente era más sabia. Una vez que se hubiese contraído matrimonio civil, las parejas podían contraer el religioso pues las leyes civilizadas no estaban en contra de ninguna creencia religiosa.
No se podía aceptar la “Instrucción” del Papa, publicada por la penitenciaría del 15 de febrero de 1866, en la que se afirmaba que el matrimonio era un sacramento. Mucho menos la afirmación del obispo sobre la vida conyugal sin bendición religiosa pues se trataba de una unión inmoral en donde la pareja vivía en “torpe concubinato”. Para el articulista el matrimonio no era un sacramento y por ende no se podía imponer a las parejas porque era “violentar la voluntad de los contrayentes, es atentar contra la libertad individual, es contrariar el Derecho Natural y hasta la doctrina misma de la Iglesia”. El matrimonio como sacramento, apuntaba, apenas databa de principios de siglo. Los únicos sacramentos obligatorios por los concilios y doctrinas de los papas eran el bautismo, la confirmación, la penitencia, la comunión y la extremaunción. El orden sacerdotal y el matrimonio “se han dejado, como era natural, á la vocación de los que á ellos se sientan respectivamente inclinados”. Si se opinaba que el carácter sacramental era esencial al matrimonio entonces serían torpes concubinatos todos los contratos matrimoniales celebrados mucho antes de Jesús.

15Por fortuna “la humanidad marcha constante é irresistiblemente á su emancipación, á su mejoramiento material, intelectual y moral”, agregaba. De esa forma ya no serían presa tan fácil de las conminaciones eclesiásticas.

16“Las naciones han sacudido el peso que en otros tiempos las agobiara, y hoy las vemos libres de toda influencia que sea contraria á su soberanía. Los pueblos son hoy supremos legisladores de sí mismos, y si el mundo presenta algunas excepciones lamentables, es porque en ciertos países no han penetrado todavía las luces de la civilización”.

17Citando la carta pastoral del obispo, ésta señalaba que el matrimonio civil era “un acto sacrílego que profanaría la santidad de un sacramento”. Pero utilizando fuentes antigua para contradecir lo anterior sostenía que Justiniano y el Concilio de Trento habían afirmado, desde sus perspectivas, que el matrimonio era la unión de un hombre y una mujer, formando una sociedad que los obligaba a vivir en perfecta unión. Mencionaba el código civil salvadoreño en su artículo 104 el cual definía a dicha unión como un “contrato solemne”. De ahí concluía el autor que el matrimonio era un contrato, una unión, una sociedad, pero no un sacramento10.

18 Un “sacramento” como el matrimonio significaba para los liberales una preocupación que excedía los límites de lo meramente individual. De hecho impedía la migración extranjera, considerada útil y productiva para el progreso de la sociedad. Parecería entonces que otros sacramentos estuvieron fuera del alcance de sus miras por parecerles que pertenecían más a la esfera privada de los sujetos. Sin embargo, no fue así pues algunos que tuvieron esa aparente característica escondían nefastas consecuencias.

19 En el citado rotativo se publicó en aquel mismo año una nota titulada “Otra vez mi brocha” en la que su autor, Severo Sicilia de Sensuntepeque, atacaba a ciertos sacramentos con posturas duramente sarcásticas. Sostenía que en la iglesias se veía normalmente “un cajoncito”, siempre rodeado de turbas de mujeres para que les fueran perdonados sus pecados.

20“El confesionario no es un tribunal cualquiera; en ese tribunal todo se perdona si así conviene al clero. El reo es el acusador de sí mismo: el juez, que es algún clérigo, pronuncia la sentencia condenatoria. ¿Y cuál será el fundamento de la confesión auricular? Nosotros no hemos podido encontrar otro mas, que la conveniencia del clero”.

21Comentaba contundentemente que “la confesión auricular no es una institución divina: es humana, y no es más que un escarnio de la razón y de la filosofía”. Era una práctica “ridícula” que sujetaba al hombre a la tiranía y la ignorancia. Era la antagónica de la luz, del progreso, del pensamiento y de la libertad. Era, pues, época de desterrar esa práctica que iba en contra de la inteligencia y la razón. “¡Cuántos crímenes – afirmaba – se han cometido por el confesionario, porque allí todo lo puede hacer el confesor, con permiso de Dios!”. El señalamiento de Sicilia no estaba alejado de la realidad. Durante la colonia el Tribunal de la Inquisición siguió con suma preocupación los casos de los religiosos “solicitantes”, es decir, de los curas que a través del confesionario buscaron seducir a los penitentes. Los delitos más comunes fueron los de “actos torpes”, “conversaciones ilícitas” y “proposiciones deshonestas”. Sin embargo, como lo ha mostrado Jorge René González para el caso novohispano, el Tribunal estuvo, por un lado, muy vigilante de las desviaciones que se generaban en la confesión porque ésta se había convertido en un instrumento efectivo de control sobre los fieles y, por otro, fue muy cauteloso en el castigo de los curas solicitantes pues éste se hizo de manera interna o privada para no dañar públicamente el prestigio de la Iglesia11.

22Parece ser que después de la época colonial la confesión continuó siendo un mecanismo de poder utilizado por los eclesiásticos sobre la población. “El confesionario todo lo avasalla – comentaba Sicilia -; es el arma más terrible del clero; con ella han cometido miles de crímenes”. Pues los sacerdotes eran hombres cualquiera, con instintos y podían aprovecharse de “ese cajón” para seducir12. El avasallamiento que generaba el confesionario así como el acto mismo de confesar fue entendido entonces por escritores anticlericales y por liberales como un mecanismo de dominación o un espacio de poder, utilizando la fraseología de Foucault, cuya finalidad era arrancar la “verdad” a los fieles a partir del conocimiento de sus conductas y deseos13.

23 La religión que debía ponerse en práctica tenía que ser distinta, sostenían los publicitas liberales. “Las creencia religiosas hijas del capricho de los hombres perjudican á la razón pero no aquellas creencias que sufren el examen de la misma razón”, se afirmaba en un editorial de La República hacia 1885.

24“La razón ha hecho progresos en el presente siglo. Ya no se piensa en el mundo en rezar novenarios ni letanías, sino en concurrir á los institutos de enseñanza y á los talleres á aprender á ganar honradamente el pan, tributándole a Dios culto indirecto por medio del trabajo”.

25El liberalismo aplaudía la supresión de órdenes religiosas y conventos pues siempre vivieron del trabajo de otros. Aplaudía que se le restituyese a la autoridad civil lo que le ha pertenecido, despojando al Papa y a los sacerdotes (quienes ya no poseían ni la virtud ni la verdadera caridad) de un poder que va en contra de la pureza de los primeros tiempos del cristianismo14. Veamos cuál era, para algunos liberales, la nueva religiosidad a difundir.

La religión del trabajo.

26Frente a las prácticas piadosas, los liberales propusieron una especie de religión del trabajo. Francisco Gavidia escribió hacia 1895 que la actividad laboral era ciertamente una forma de creencia, una fe secular en las fuerzas productivas de los individuos y en el progreso social. “Ved – afirmaba – lo que es el trabajo en la época moderna: una religión despojada de fanatismo15”. Los impresos salvadoreños de la segunda mitad del siglo XIX, independientemente de si eran católicos o laicos; independientemente si expresaban las diversas posturas liberales (ministeriales, anticlericales, zaldivarianos, menendentistas, etc.) o pertenecían al mundo académico, todos tuvieron en el tema laboral un denominador común: el trabajo era el vehículo de la prosperidad social, era el freno de los crímenes pues ofrecía oportunidades para superar la pobreza.

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