Ficha n° 2257

Creada: 22 septiembre 2009
Editada: 22 septiembre 2009
Modificada: 24 septiembre 2009

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Autor de la ficha:

Rafael LARA-MARTÍNEZ

Editor de la ficha:

Felipe ANGULO

Publicado en:

ISSN 1954-3891

Salarrué en Costa Rica (1935). Indigenismo en pintura y disemi-Nación de la política cultural del martinato

El ensayo se concentra en la eficaz respuesta salvadoreña y en el significado de la participación de Salarrué como promotor oficial de las artes nacionales en el extranjero. Su papel de viajero lo calificaríamos de diplomático y agregado cultural, quien valida el martinato en su intención política por diseminar la constitución de un arte indigenista a nivel centroamericano. El nacionalismo salvadoreño se erige como baluarte regional del indigenismo en pintura. En este espacio pictórico se anuda paisajismo, regionalismo y definición renovada de la identidad nacional ístmica. Arte y política conforman una esfera pública única, indivisa.
Autor(es):
Rafael Lara-Martínez
Fecha:
Septiembre de 2009
Texto íntegral:

1

2[Hay que pensar] el momento en que el hombre se fundió con la obra para realizarla, [ya que] el cuadro [es] transición [entre arte y política, espíritu y materia].

3Salarrué, La Hora1

Preámbulo

4Uno de los grandes mitos de la historia salvadoreña de las ideas presume que —luego de la matanza de 1932— el gobierno del General Maximiliano Hernández Martínez (1931-1944) erradica todo índice visible de cultura indígena: vestido, lengua, etc. La hipótesis en boga sostiene que los valores culturales nativos se vuelven tabú y, por tanto, su rescate artístico y literario por figuras canónicas tales como Salarrué (1899-1975) y José Mejía Vides (1903-1993), entre otras, presupone un acto de resistencia pasiva a los designios dictatoriales del régimen. No obstante, existe evidencia ignorada que demuestra el contenido indigenista de la política cultural del martinato.

5Lejos de prohibir esa expresión artística, Martínez promueve indigenismo en pintura —regionalismo en literatura— como manera de proyectar una imagen renovada de su administración hacia el extranjero. Prueba de ello lo constituye la publicación de El Salvador. Órgano Oficial de la Junta Nacional de Turismo (1935-1939), —bajo la dirección de Luis Mejía Vides, hermano del pintor—, así como el lugar prominente que desempeñan artistas y gobierno en el evento cumbre de las artes plásticas en el istmo, en San José, Costa Rica (1935). Más que expresar un ámbito antagónico de resistencia pasiva, los albores del indigenismo artístico en El Salvador manifiestan la búsqueda de intelectuales medios urbanos por consolidar una “esfera pública burguesa” la cual, al apropiarse de la cultura indígena rural, promueve un nacionalismo naciente. El presente artículo expone la manera en que la prensa costarricense visualiza la participación salvadoreña —el indigenismo en pintura, política cultural del martinato— como alternativa de vanguardia al dilema del arte centroamericano en la época.

6El ensayo se concentra en la eficaz respuesta salvadoreña y en el significado de la participación de Salarrué como promotor oficial de las artes nacionales en el extranjero. Su papel de viajero lo calificaríamos de diplomático y agregado cultural, quien valida el martinato en su intención política por diseminar la constitución de un arte indigenista a nivel centroamericano. El nacionalismo salvadoreño se erige como baluarte regional del indigenismo en pintura. En este espacio pictórico se anuda paisajismo, regionalismo y definición renovada de la identidad nacional ístmica. Arte y política conforman una esfera pública única, indivisa.

7El reciente avance en la museografía plástica salvadoreña no juzga pertinente mencionar esta conexión —arte-sociedad—, ya que omite casi toda referencia a la participación política y a la “excéntrica vida erótica” del autor para “no herir susceptibilidades” ni “confundir” al espectador con más “datos2”. Ambos silencios —política y sexualidad— resultan necesarios para “definir sus creaciones” según el mito de un “arte por el arte (…) contra preceptos” que lo arraiguen en el reino político y corporal de este mundo. Quizás en esa travesía terrenal —de San Salvador a San José— se encarnan muchas de las vivencias astrales del autor. Hacia mediados de los treinta, la participación del General Maximiliano Hernández Martínez en círculos intelectuales y teosóficos salvadoreños lo convierten en presidente ideal para la mayoría de artistas y escritores nacionales.

Poder masculino, mujer e indígena en la pintura salvadoreña

8En la década de los treinta, el evento de mayor trascendencia para las artes del istmo lo constituyó la “Primera Exposición Centroamericana de Artes Plásticas”. El acontecimiento tuvo lugar en San José, Costa Rica, a partir del Día de la Raza, el 12 de octubre de 1935. Desde marzo del mismo año “un grupo de artistas a quienes sólo mueve un noble y elevado entusiasmo cultural” acordó: “pedir a los gobiernos de los países centroamericanos su apoyo a la exposición, invitar a los artistas mediante la secretaría de educación de sus respectivos países” y “gestionar con el gobierno de cada país un premio3”.

9Mientras “el gobierno [costarricense] no suministró ningún auxilio”, el salvadoreño acudió de inmediato al llamado. “El aporte de los países del norte, Salvador y Guatemala (…) le [dieron] una importancia capital a este evento4”. El estado salvadoreño contribuyó con la suma de “diez mil colones” en efectivo que el jurado calificador lo asignó como “Premio Salvador”, “Primer Premio en Escultura” y envió cincuenta cuadros que representaban un veinte por ciento del total de las obras exhibidas5. Según lo asienta el periódico anotado6, “el Ejecutivo” mismo acordó “la institución del «Premio República de El Salvador», el cual será otorgado de acuerdo con lo que resuelva el Jurado Calificador7.”

10La expectativa costarricense era enorme. El 3 de octubre, La Prensa Libre reprodujo una información tomada de Patria en la que informaba sobre el desarrollo en la selección de las obras salvadoreñas. Un mes antes, los cuadros se recibieron en el Paraninfo de la Universidad Nacional de El Salvador “para que [fueran] seleccionados por el jurado calificador8.” Sin comentar aún el valor estético de la plástica en concurso, anotamos la disparidad de género en concursantes y jurado. Sin sorpresa, el arte singularizaba maneras de reproducir el predominio masculino. Conformaba nuevas subjetividades nacionales, bajo miradas masculinizadas.

11La noticia salvadoreña apuntaba el nombre de once concursantes, diez hombres y sólo una mujer (Ana Julia Álvarez), al igual que de nueve artistas seleccionados, siete varones (Alfredo Cáceres Madrid, Daniel Cardona, A. R. Chaves, Kañitas, José Mejía Vides, José Santos, Armando Sol) y dos hembras (Lastenia de Artiñano y Ana Julia Álvarez). A ellos se añadía la participación de Ortiz Villacorta y Matheu, fuera de concurso, al igual que la Alberto Guerra Trigueros (dibujos) y la de Salarrué, delegado gubernamental9.

12Esta función del arte como afirmación de masculinidades la sancionó el jurado salvadoreño, compuesto exclusivamente por cinco hombres, así como la abonaba la temática de figuras femeninas que visualizaban las obras. La selección de cuadros nacionales definía la esfera artística como espacio sobresaliente de sujetos masculinos que se deleitaban en observar su contrapartida cosificada, objetos femeninos del deseo.

13La “expectativa de nuestros artistas” costarricenses frente al “entusiasmo” salvadoreño la acrecentó el saber que “el gran escritor y artista Salarrué” sería el “delegado salvadoreño”, “nombrado por su gobierno representante de aquel país10”. El mayor exponente del regionalismo ístmico ocuparía el puesto de Secretario del jurado dictaminador de la Exposición Centroamericana. Su investidura la corrobora La República, Suplemento del Diario Oficial11: “el conocido artista nacional don Salvador Salazar Arrué es la persona que nuestro gobierno ha escogido para que represente al país en la Exposición de Costa Rica”. Aun si nos resulta difícil especificar la instancia gubernamental que decide el viaje del artista a Costa Rica, su título correspondía a una nombradía jurídica legal.

14A los miembros censores los investía un cargo oficial que validaba su criterio estético. Por Guatemala acudiría “el propio señor Ministro” y la inauguración la efectuaría “el señor Secretario de Estado en los Despachos de Relaciones Exteriores y de Educación Pública, Lic. don Teodoro Picado12.” El juicio artístico procedía tanto de poderes políticos como de autoridades poéticas. Autor y autoridad se confundían en silueta idéntica.

15El Día de la Raza, al ceremonial público de apertura y posterior dictamen se aunó el prestigio social del culto visual al arte. Concurren “artistas e intelectuales”, así como “cultas damas” que “mantiene[n] un seguro prestigio a toda la serie13”. La Exposición autorizaba que el público pensara el arte como reproducción de distinciones sociales y jerarquías entre nobles espectadores y amateurs, por una parte, e ignorantes de la belleza refinada, por la otra. Como bien inmaterial, magnificencia etérea, las “obras resplandecientes de pureza” atestiguaban que su posesión se le reservaba a quienes contaban con un gusto exquisito, con un alto poder adquisitivo para validar su fino deleite por la plástica.

16Paralelamente, se exhibía “una magnífica Exposición sobre arte precolombino aplicado” con “trabajos conseguidos por el comité organizador en el cual figura la distinguida dama doña María Fernández v. de Tinoco14”. El sitio —secundario y pretérito— que se le deparó a este “histórico arte” vaticinaba el lugar insignificante, objeto de contemplación, que jugaba lo indígena. A semejanza de la mujer, su figura se hallaba representada como objeto idealizado de una plástica ladina, mestiza, en busca de una identidad nacional ístmica; o bien su perfil aparecía como creador caduco de una gloria artística rebasada. Ambos semblantes —mujer e indígena— se conjugaban en el retrato por antonomasia del indigenismo salvadoreño en pintura: una “india” de Pachimalco que se entregaba solícita a la mirada masculina del ladino urbano que la decoraba. El pintor —alter-ego del observador— definía su identidad subjetiva y nacional gracias a ese vistazo (Figura 1).

17La contradicción entre exaltación idealizada de lo indígena en la plástica y carencia de práctica política indigenista la reclamaba el ojo crítico del periódico Trabajo:

18El Presidente Martínez compró el tríptico [al óleo] de la señora Antiñano. Allí se nos presenta un indio que vive en el mejor de los mundos. Trabaja, descansa, come. Sin embargo, en 1932 este mismo Martínez hizo una horrenda matanza de indios (…) del mismo modo esas pobres mujeres [las figuras indígenas femeninas en pintura] podrían ser compradas por muchos patrones bien comidos [quienes] contemplan desde la altura de Parnase15.

19La plástica sería la ilusión ladina y mestiza —masculinizada— que sustituía el quehacer en un mundo material y político por la imagen promotora de una identidad nacional propia. Hacia 1935, aún estábamos muy lejos de la enseñanza de la modernidad artística: ceci n’est pas une pipe, “esto no es indigenismo”. Como espectadores confundíamos el retrato con la cosa, “el indio en pintura” con el mundo indígena real. El indigenismo en pintura operaba como simulacro de la política indigenista. En palabras del propio Salarrué, los críticos futuros del arte habrían de “mirar el [cuadro] sin distinguir la diferencia entre el taimado artificio y un [objeto real, ya que] un trabajo de arte es más verdadero” que la realidad social auténtica16. Esta profecía explica que José Roberto Cea considere “búsqueda de la identidad nacional” la pintura indigenista que promueve el martinato, como si fueran sinónimos halago al “artificio” y denuncia de la política que lo sustenta17.

20Más allá del arte, una “disposición dictada por la Honorable Asamblea Legislativa Nacional” mandaba que “por ningún motivo deberá cambiarse el nombre primitivo o autóctono del país”. La “reindigenización” legal de la toponimia exigiría que Armenia se llamara Guaymoco, Sonsonate, Senzontlán, Santa Ana, Siguateguacán, etc.; acaso, El Salvador se llamaría “Cuzcatlán”. La disposición gubernamental “encarnaría las glorias del pasado” en el presente y “con orgullo [se] viviría en el mañana con un recio soplo de perennidad [indígena] el sentimiento de la Patria18.”

Jurado y crítica frente al arte salvadoreño

21Continuando con el caso salvadoreño durante la Primera Exposición Centroamericana de Artes Plásticas, el dictamen del jurado por otorgarle el Primer Premio de Pintura, Premio Costa Rica a Mujer/ India de Panchimalco de José Mejía Vides ocasionó una amplia controversia (Figura 2). El crítico más mordaz calificó el cuadro de “débil en el dibujo y colorido”, “sin carácter ni originalidad”, “pintoresco y no pictórico”, así como con “sujeto y técnica muy usadas”. Lo consideraba un “dibujo coloreado” más que “un óleo” y —lo que no podía faltar al degradar a artistas y obras en la época— lo remitió a un género “inferior” por naturaleza19. El cuadro era “femenil”, falto de virilidad expresiva (nótese el sesgo de género que cobra la crítica; lo inferior corresponde a lo femenino. Asimismo, el juicio crítico negativo de la época describe un cuadro que la actualidad considera canónico y magistral). El premio lo merecía el costarricense Amighetti en lugar de Mejía Vides.

22De su obra destacaba Mujer de Panchimalco, Joven india y Pancha. Todos los títulos ofrecen nombres femeninos comunes en contraposición a otros lienzos del autor —retratos de mujeres blancas— identificadas con nombre propio. Un parámetro étnico-social explica que lo propio sea a lo común como la blanca a la indígena, al igual que sólo la indígena aparece desnuda. En Mejía Vides lo erótico implica una relación étnica de poder sutilmente sugerida por el juego entre título —nombre común— e imagen de indígena, la única que sin escrúpulos se desnuda frente al pintor .

23En contraposición al Diario de Costa Rica y La Prensa Libre, otro comentario del primer periódico le reconocía “sobra de méritos y riqueza” ante todo en “sus indios20”. Mejía Vides era modelo a imitar por los costarricenses que menospreciaban lo étnico. En cambio, una declaración adicional en La Hora mitigaba la acotación positiva al juzgarlo de “fuerte aunque inseguro21.”

24Las obras salvadoreñas restantes —cincuenta en concurso y seis adicionales— la prensa costarricense las ignoró casi por completo. En su desaire no les atribuyó el menor calificativo honroso ni denigrante. Pero aplaudió en el conjunto el sesgo nacionalista del indigenismo salvadoreño. Esta tendencia artística se concebía como esquema simbólico que figuraba una práctica política oficial. Los costarricenses deberían emularla y crear un arte similar en su brío paisajista y étnico. La cuestión del manejo gubernamental quedaba abierta a guisa del lector, a quien se le insinuaba un enlace entre imagen artística acertada y pericia estatal.

25La excepción al desdén de la crítica lo representaba Salarrué (de su obra exhibida sobresalía un tapiz grande que representa a un sacerdote maya, Lavanderas, La línea, La cruz y Paisaje cuzcatleco ). De los criterios de su plástica se desprendía una polémica centroamericana de la época sobre arte, política e identidad. Casi por unanimidad las opiniones eran bastante indulgentes. Las más superficiales llanamente lo referían como uno de “los mejores” junto al “guatemalteco Garabito”. Parecía que bastaba pronunciar su nombre para evocar una reseña halagadora, pero carente de contenido poético y filosófico. Lo percibían como “el valor máximo (…) y cultor más genuino del arte autóctono”. Poseía un “hondo sentido del paisaje y del elemento etnológico”. “Cantor de razas americanas” para quien “vivir es crear22”.

26A estos calificativos rasos —poco analíticos— el diario La Hora añadió una profunda indagación comparativa de dos obras salarruerianas: el de “unas indias vueltas de espaldas, bajo un cielo de ceniza” y “el cuadrito de (…) la línea del tren23”. En la evaluación crítica de ambos lienzos se jugaba una declaración de principios sobre el enlace que anudaba plástica e identidad nacional (Figuras 3 y 4: La cruz y La línea, Salarrué).

27La lógica nacionalista requería que la apreciación artística estimara superior “la cuantía racial” del “cuadro de indias”. Sus “graves y solemnes colorines” étnicos justificaban una “mayor creación”, una “fuerza emocional” y “mayor atrevimiento en el color”. No obstante, el juicio estético —fundado en la “emoción” subjetiva de lo “intrascendente”— repudió “esos razonamientos” para acreditar la glosa crítica en la turbación “espontánea” del observador24.

28Este rapto visual rebatiría la racionalidad política nacionalista para conducirla hacia un abismo insondable por una desconstrucción metafísica. Acaso en esa vía férrea sin finalidad práctica ni desenlace Salarrué exponía su voluntad artística de escape, por encima de la investidura política como delegado del martinato. El comentario asentaba que la línea en fuga se perdía en la marcha. “A poco de iniciada (…) hay un recodo que se la traga”. En lugar de definir un punto de mira estable para la identidad nacional, “sugiere múltiples ideas de desplazamiento25”.

29Aunque “Salarrué nunca había salido de San Salvador (…) hasta ahora que viaja”, la “huída en trazos” evocaba “el camino” a recorrer “hacia otros caminos del mundo26”. Más que una ruta en sí, el lienzo “dialoga con su mismo deseo” insatisfecho de evasión y huida. “El camino que todos hemos deseado realizar” nos conduciría a “ninguna parte (…) a todos los rincones del mundo”. Nos trasladaría a la diáspora y exilio actual, a la posmodernidad como etapa que “lo precede y prepara el modernismo27”.

30En Salarrué se exaltaba su falta de fidelidad a una corriente artística específica —“no responde a ninguna escuela”— y su sentido personal “de refracción metafísica” ante el mundo objetivo28. Según La Hora, “la línea” concretaría una identidad nacional en fuga —irrealizable y anodina— que desembocaría en “ninguna parte”. Acaso en el presente: en la disolución posmoderna globalizadora. El futuro —más que ejecución de un proyecto nacional— se emparentaría con el arrebato nihilista. Sería la Nada.

31El único reparo a su obra lo emitió el “silencio”. “El deber de cortesía. Y de hospitalidad” convidaban al mutismo29. Quien calla, no otorga. Tal vez en esa exigencia cortés por la reserva se insinuaba una censura, una disensión no sólo con “el fallo del jurado”, sino también con la representación cultural de un régimen militar en curso. Quizás…

32Sea como fuere, en la alianza indisoluble entre arte y nacionalidad se jugaba la discusión estético-política durante la “Primera Exposición Centroamericana de Artes Plásticas”. Tal cual como lo declaró el mismo Salarrué, su obra artística había prosperado gracias a un apoyo estatal sin condiciones30: “Mi país [¿mi gobierno?] me ha querido ayudar en todo lo que quiero hacer. Solamente una vez quise implantar un Círculo Libre de Artes Plásticas. Esta vez fue cuando no se me ayudó”.

33Por la participación de Salarrué, el martinato lograría “ahondar más en la compresión popular” centroamericana31. De ahí en adelante, se reconocería el noble interés del presidente salvadoreño por volverse mecenas de las artes indigenistas. Él mismo promovería un canon pictórico nacional en el istmo. La plástica sentaba el cimiento para un nuevo nacionalismo auténticamente “nuestro”, bajo la égida de un “generoso” gobernante. En esa travesía terrenal —de San Salvador a San José— se encarnaban muchas de las vivencias astrales del autor. Hacia mediados de los treinta, la participación del General Maximiliano Hernández Martínez en círculos intelectuales y teosóficos salvadoreños —Presidente del Ateneo de El Salvador (1929)— lo convertían en presidente ideal para la mayoría de artistas y escritores nacionales. Su atrayente “Bosquejo del concepto del estado desde el punto de vista de la filosofía esotérica” declamaba el orden espiritual que constitucionalmente regiría El Salvador del futuro32.

Plástica de Salarrué, modelo ejemplar en Centroamérica

34Hacia 1935, la esfera plástica costarricense se hallaba en una encrucijada. Luego de “seis años consecutivos” de Exposiciones Nacionales, urgía una renovació bajo la égida de un “generosoâ€